En el lugar en el que me he instalado siempre hay una luz de antes de atardecer, esa luz clara y brillante algo azulada que hace que las personas apenas susurren cuando hablan.
Aquí tu no estas y este “tu” sera la única y última vez que te mencione.
En mi casa hay dos habitaciones, en la que vivo y en la que pienso. Lo elegí así con toda conciencia, sabiendo a la vez lo ridículo que podría llegar a ser pero pasados unos días la rutina me llevo a pensar que esta es la única forma posible. Estuve a punto de asomarme a la idea de que quien no lo hacía como yo es porque no sabia nada.
En la habitación en la que vivo hay una pequeña cocina con dos fuegos, la electricidad no sabe cocinar, y con un armario donde guardo un par de platos y un vaso y un juego de cubiertos. Porque también he decidido que no quiero invitados, solo volveré a dejar pasar a alguien que pueda compartir mi vajilla conmigo. Tengo los utensilios que necesito para cocinar y un horno, pequeño, que se enciende con cerillas. Lo elegí solo para poder intentar esquivar el olor de la cerilla cada vez que enciendo una y abrir mis vías nasales para descubrir que el aroma sigue ahí, que se queda esperando a que vuelvas a la vida para meterse dentro de ti. Si quiero que algo se cocine por abajo tengo que encender el gas abajo y arriba si quiero que el queso se funda.